Los años salvajes
Las primeras palabras que escuchamos en la película son "Soy un volcán", cantadas por el protagonista Ricky Palace (un sólido Daniel Antivilo) y, en efecto, Palace semeja un volcán, pero extinguido (o extinguiéndose). El filme nos muestra la silenciosa evolución de la (posible) última época de un cantante que conoció el éxito en la época de La Nueva Ola, devenido en músico marginal y de culto, cosa que a él no parece importarle mucho. Y a lo largo de la película este volcán varias veces amenaza con hacer erupción pero su entorno es bastante más cariñoso de lo que él cree, así que solo vemos su lento desplazamiento por diversos espacios, en especial los de Valparaíso, registrados con mucha ternura (no por nada el director, Andrés Nazarala, es del puerto). Así, todos los conflictos evidentes o latentes de la trama no llegan a provocar una crisis, o se resuelven de manera rápida.
La película la vi como una reflexión sobre la muerte, la espera de la muerte y cómo enfrentar ese momento. Y el entorno de Valparaíso es el que más se presta para ello y nos entrega los mejores momentos de la película. Por ahí pasó la muerte tantas veces, diría el Gitano Rodríguez, otro músico del puerto. Y no solo es la espera de la muerte humana, sino también de un mundo que se desvanece, de la vieja bohemia, los viejos bares y de un estilo de vida en el que se podía sobrevivir sin necesidad de celulares o estar conectado a internet. De hecho, el protagonista no parece tener teléfono móvil, habla por teléfono fijo y tiene un contestador de llamadas en su pieza. Palace es el último dinosaurio.
Y sí, la película habla de la nostalgia pero no desde el llanto. No critica a la modernidad y el talento de Ricky Palace es apreciado por un público marginal pero fiel. Después de todo, los años salvajes son todos los años.
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